Volviendo desde el Norte en la repentina helada de una noche de noviembre, fui emboscada por el río de estrellas.
Desarmada por cielos iluminados, me había olvidado completamente de este arco de obscuridad, de esta noche negra, donde las estrellas cinceladas por la helada, eran notas arrojadas desde la caña de un gaitero, florituras de la luz.
Así que yo no estaba lista para el atroz glamour de Orión, cuando él emprendió el camino hacia Rigel.
En Rigel, su arco de estrellas fue dirigido contra mi corazón.
¿Qué podía hacer yo?
Antes que terminar metiéndome en una zanja negra como boca de lobo, bajé dos veces, me recosté contra el coche y me quedé mirando nuestro ventoso y desordenado ático, donde los antiguos amontonaron trastos viejos, que pensaron podrían venir bien:
arados, cucharones, osos, leones, un repiqueteo de héroes, algunas heroínas, un sendero para la vaca blanca, un cisne y, bien abajo, casi fuera del alcance, Venus,
completamente inmutable por la helada.